Por qué no seré árbol
de ancho tronco
para ser milenario
-decía mi abuelo-
cuando estaba muriendo,
a la luz de la lumbre
de una noche de invierno.
Acaricié sus hojas en los días eternos,
respiré con su aire
que madrugaba
con la fría mañana,
descansé con su sombra
los sudores curtidos
de la larga jornada,
y acaso algún día
retocé con mi amada,
y gocé los perfumes mezclados
de la tierra manchega
y piel fresca y morena.
Con la punta del alma
marqué mi secreto
sobre las estrías de su tronco recio.
En debilidades que duelen y espantan
me acurruqué como un niño
cual lo hacen sus nidos.
Fui tan suyo, fiel,
que fui su retoño,
y estaba con él
cuando le dejaban
sus hojas de otoño.
Un verano me quedé calvo
de salud permitida,
de visitas asiduas,
y él ya era centenario,
y yo perdí mis visitas continuas.
Se quedó tranquilo
sin miedo a los siglos,
y yo me fui a casa con mirada perdida,
a recogerme con mis otros recuerdos,
a expandirme con mis otros amigos,
a entristecerme por no volver a verlo,
a ser valiente
y decirle a mis nietos,
que no estará su abuelo
en el próximo invierno.
A ser un niño de sueños
y decirle al Señor,
que quiero ser un árbol
cuando baje del cielo,
para ser milenario
-cuando me esté muriendo-
